Lola A. C.

  Realicé esta fotografía a partir de dos imágenes superpuestas,  en el marco de un proyecto documental que intenta mostrar el encuentro, caótico las más de las veces, entre el ser humano y el medio/contexto en el que vive. El tema da para largo, y excede mi capacidad de registrarlo con mi cámara, pero este intento que aquí expongo es un aporte a la causa. Señalo dos recursos narrativos que quise destacar: uno, la mezcla, confusa y enredada, de los distintos protagonistas, sin tener un límite definido, amontonándose compulsivamente (árboles, personas, autos) y el otro, el vehículo, al centro de la imagen, oficiando de pivot entre el resto de los elementos de la composición. Esta decisión técnica de colocar el auto en ese lugar destacado del encuadre, da cuenta de la preponderancia que le concede la comunidad humana a este medio de transporte, desestimando las consecuencias que su uso desenfrenado conlleva para la sociedad.

  De la mano de mi padre leí a Jorge Manrique y, debo decir que sus coplas me subyugaron desde entonces. Hoy tuve, no tenía opción, que escribir las mías propias, que serán apenas una sombra, un vestigio de poesía, de su propia poesía.  Coplas para Orlando Se apaga una vida, se enciende la pena, no alcanza el consuelo para quien nota la ausencia. A mares colmados de sal y de piedras, rebosante el llanto, infinito y pleno de amor, de presencias, de fotos, de huecos, de pasos, de frenos, sentires tan lentos. Y no pasa el tiempo, para quien aguarda que la calma cubra y nutra su pecho. Y no pasa, nunca, el dolor enhiesto tan rígido y duro, impiadoso y fiero. Sin embargo, es cierto, que el tiempo se encarga de curar fatigas, abrazar las almas, de darnos mirada de águila augusta, de vaciar las hieles, saturar las manos de luces hermosas en seres lucientes. Claramente, es cierto, que dos manos juntas laten, poderosas, en su unión consciente, que nada en los m

  L a cámara nos permite ver, en diferido, sucesos demasiado fugaces como para impresionar la retina. Nos valemos de ella para adentrarnos en los misterios de la vida, tanto como para inmortalizar instantes, personas, lugares significativos, de acuerdo a la subjetividad de quien presiona el obturador. Es difícil desmentir la evidencia visual, su potencia nos convence rápidamente, pero a la vez permanecen ciertas dudas: ¿qué habrá querido decir exactamente el artista? Cuando esta pregunta nos asalta, creo que puede apaciguarse la ansiedad desesperada con la convicción de que no  es posible una única dirección en este intento de comunicar colores, emociones, ideas, creencias. La expresión artística es múltiple, variopinta, irresistible, libre de prejuicios, plena, infinita e hija rebelde y contestataria, no reconoce límites.

     Al escribir, quien lo hace se conecta con la parte más profunda de si, aunque la ignore o desconozca en parte; desde la oscuridad y lo más recóndito, van saliendo las palabras, juntándose en frases, surgiendo ya listas a veces: en tal caso, uno sólo puede, obediente y humildemente, intentar transcribirlas sin mas, sin corregir, sin maquillar nada. Lo que busca su espacio y su tiempo para hacerse oír, emerge casi sin pedir permiso, imperioso, subyugante.     La imagen me remite, por un lado, a la intrínseca belleza de los laberintos, sus caminos tan bien delineados, sus formas magnéticamente atractivas y, por otro, al temor bien fundado de perderse allí, no encontrar la salida y quedarse capturado por su recovecos, extraviado en el éxtasis, definitivamente sumido en un paisaje que, como una planta carnívora, se encarga de atraer a su presa, de la cual precisa extraer su alimento.

  Estar con covid es no estar, permanecer vuelto sombra, distante de todos, lejano pero no por méritos propios, jirones de estrellas caídas al suelo, flotando en el barro, perdiendo sus luces en aras del cielo, sin contemplaciones. Aversión y murmullos plagados de miedos tan bien simulados que asemejan reos tramando un escape, buscando estar lejos. Encono, tragedia, miran desde afuera parodia siniestra, impúdica escena, harta decadencia, murmuran con saña, rugidos funestos,  tristeza, desgracia.

  El oído, ávido del mar que se muestra, aguarda anhelante. Los labios sellados se abren, otrora silentes, todo es maravilla, hablar y que escuchen; que los sonidos sean recogidos, arrullados con ternura. Acoger la palabra, que arrastra consigo tantas emociones, penas y sinsabores. Animarme a hablar, atreverse a escuchar.

 Y uno va sintiendo alivio, más que nada, por empezar a hablar, a decir, a dejar salir lo que se aprisiona en nuestra cabeza y nuestro corazón muchas veces por miedo. Podría pensarse que sería más apropiado un sentimiento de alegría, satisfacción, gratificación por haber logrado la consecución de algunos proyectos, deseos, necesidades. Pero ahí está que sólo se hace presente el alivio, como esa descarga que descomprime algo, un estornudo que no pudo salir y deja la horrenda sensación de picor en nariz y garganta y uno mira hacia la luz, eso dicen que hay que hacer, para inducir el reflejo, estimular las pupilas y que, como un estruendo contenido e impulsado por la misma presión de contención, se abra paso brutalmente, y por fin, traiga el relax, el consuelo, el placer, el alivio. ¿Será suficiente?. No lo creo, pero por algo hay que empezar.

Las ramas se engarzan entre sí, se comunican, parecen chocarse; no obstante ninguna se superpone con la otra, aunque a primer golpe de vista parezca un gran amasijo, sin orden alguno. Conforme van creciendo, se acomodan dando paso a las demás, van surcándose, se abrazan y entrelazan, pero no se impiden el mutuo desarrollo ni se quitan el aire. Hay suficiente para todas.

 Tomé esta fotografía hace algunos años, en ocasión de estar acompañando a uno de mis hermanos en la convalecencia de una enfermedad que entonces lo aquejaba. No sé si mi particular sensibilidad, el temor a la enfermedad y  la muerte, la preocupación por la salud de quienes queremos o todo eso junto, me hizo elegir, casi sin darme opción, este pedazo de realidad, de momento, de tiempo, resultando una imagen que contrastaba la belleza y tranquilidad del lugar (era una plaza aledaña al sanatorio) con el cartel que rezaba más prohibiciones que permisos, marcados con rojo y verde (aunque por el blanco y negro esto no se nota) y transmitiendo una suerte de corset que restringía todo aquello que, cualquier niño, haría en una plaza: correr, jugar con su mascota, andar en bicicleta. Pues este lugar era solo una postal, un lugar ideal donde sólo estaba permitido estar, observar, con el alma bien quieta, los pies juntos, los ojos en pausa, las manos en los bolsillos.

  Esta fotografía forma parte de una serie que llamé "Conceptual". En todas las imágenes que conforman la serie, intenté representar un concepto a través de su correspondiente trazo gráfico. La idea surgió a partir de diferentes sensaciones que se iban imponiendo cuando fotografiaba con "estilo libre", casi catártico. Y de este modo, fueron apareciendo encuadres, desenfoques, colores y texturas que me ayudaban a hablar, a comunicarme, a decir cosas que no sabía de qué otro modo expresar.

Hermosa y sentida imagen, que condensa no sólo un momento, un cut en el tiempo y lugar, sino un sinnúmero de significados y recuerdos amalgamados y transformados en esta fotografía, simple y armoniosa. El título siempre surge solo, de ver una y otra vez la imagen captada, nace el título que mejor la describe. En este caso, un humilde homenaje a mi tierra natal y a los acordes de esta "Canción de cuna costera", maravilla de nuestro cancionero entrerriano.

      Al tomar esta fotografía, me encontraba en estado de turbulencia interior. La imagen refleja esta multiplicidad de emociones encontradas, que ya no recuerdo ni puedo precisar, no obstante evoco. El momento, el contexto que me movilizó a expresar mi sentir a través del lenguaje fotográfico parecen reflejarse en la imagen.  Siempre prefiero dejar abierto al diálogo lo que cada uno pueda sentir o vivenciar cuando se encuentra con la fotografía de otro. Adelante....

Tal vez no exista un límite tan definido entre nuestro interior y el mundo externo, ese que nos circunda y con el que interactuamos incluso sin querer hacerlo. Algunos indicios pueden ubicarnos en un sitio o en otro, aunque tal cosa es pasajera, transitoria. Probablemente, lo trascendente pase por nadar cuando estemos dentro del agua y caminar o correr cuando nos encontremos sobre suelo firme.