El derrumbe


 

    La noche recién comenzaba, fresca y joven, burlando la temperatura típica de la época invernal, si  fraccionamos el año en estaciones. Llenó la bolsa de agua caliente por costumbre más que por frío; no podía dormir sin ella desde que comenzaran esos espasmos que desestabilizaban el cuerpo, temblores cíclicos que sobrevenían sin previo aviso, adueñándose de la materialidad que no podía más que soportar estoicamente las heladas agujas hundiéndose en su piel. Si bien era un mal viejo que la acompañaba desde su infancia, se empecinaba en ramalazos furiosos en algunos momentos puntuales, que de seguro tendrían que ver con alguna situación estresante. No pasó demasiado hasta que se levantó de la cama para  buscar en el estante del botiquín el repelente para mosquitos. Por lo general se dormía rápido, salvo que alguna preocupación la aquejara y, en esas circunstancias, podía demorar un poco más en conciliar el sueño, sin llegar jamás al extremo del insomnio, lo cual agradecía cada vez que se enteraba de los estragos que hacía la dificultad para dormir en las personas que lo padecían.

    Tan pronto como el velo del bienvenido descanso se depositó en sus párpados, la despertó el ruido seco y decidido de algo contundente que cayó al piso en el patiecito delantero de la casa. Su habitación y la ventana comunican directamente allí,  con lo cual bastaba con correr apenas la cortina para ver qué sucedía. Entre la confusión propia del despertar intempestivo y la semi oscuridad de la noche no podía distinguir lo que sucedía ni qué había provocado el derrumbe. A veces los gatos hacían de las suyas y en las persecuciones nocturnas armaban un bardo de proporciones, pero no hay gatos cuando mira por la ventana, y el ruido no parece provenir de ellos, es distinto, remite a la intervención humana con un dejo de fiereza característico. Los animales cuando juegan a perseguirse y a defender su territorio ejercen sonidos entrelazados, entre los que uno puede reconocer una secuencia y, a pesar de no ver, es posible imaginar, por ejemplo, unos pasos gatunos en el tejado o la caída compacta de alguno de ellos que derrapa en las frecuentes corridas, uno que huye de otro, que al rato se convertirá en perseguido, cambiando así los roles. Pero este ruido es diferente, es uno sólo, un error, algo que no debió suceder, una alerta inesperada, un sonido fatal que marca un antes y un después del hecho que lo provocó, un engendro, un exabrupto.

    Contra toda sensatez, abrió la puerta del frente de la casa y asomó la cabeza, pero no pudo discernir nada en la niebla espesa de la confusión y la oscuridad, mas la puerta abriéndose alertó a los dueños de lo ajeno que rápidamente se agazaparon en un costado de la pared lateral de la casa, volviéndose invisibles, fundiéndose en las sombras de la noche, al acecho. Volvió a mirar por la ventana, un ángulo distinto en la escena, y le llamó la atención unas tablas corridas de lugar que tapaban el sitio donde se guardan las dos garrafas que abastecen de gas a la casa. No sospechó que las presencias físicas seguían allí, al aguardo, inmóviles como las maderas caídas, tiesos, gélidos, esperando. Miró con preocupación y vio una sola de las garrafas. Es imposible; se tranquilizó pensando que nadie saltaría la reja del frente, más de dos metros de alto de puro hierro bien plantado, para llevarse una garrafa. Había pensado en ponerles una cadena que las sujete pero le pareció entonces una acción exagerada; semejante altura de reja era suficiente para desalentar a cualquier delincuente.

    Se sentía tonta al considerar los continuos recaudos que toman sus vecinos: cercos eléctricos, cámaras de seguridad, alarmas comunitarias; la estresa la atención permanente que los demás suelen poner en los supuestos robos en la zona, información no constatada, por cierto. Diríase que hasta dudaba del testimonio de los vecinos que juraban haber sido expoliados de las formas más originales —Son unos exagerados, ni loca me prendo en todas esas- había dicho una vez. —Prejuiciosos, siempre criticando a quienes pasan por la calle mirando, todo transeúnte era sospechoso. —Que ganas de perder el tiempo, todo el día atentos a cada persona que no fuera vecino del barrio, a los que siempre le endilgaban  malas intenciones. Los grupos de whatsApp estallaban con comentarios despectivos y crueles hacía los negros de mierda, planeros, chorros, villeros. No son personas, son el sujeto de los calificativos más humillantes. Por eso había salido de todos los grupo harta de escucharlos. Es muy fácil hablar desde la cama calentita y la panza llena. La reja es alta, es suficiente. Nadie la saltaría, jamás.

    Sin embargo, le tiemblan las piernas por el estupor y el desconcierto al ver una garrafa donde hasta hace un rato había dos. Mira otra vez pero los ojos le muestran lo mismo. La confusión golpea contra sus sienes y no da tregua. —¿Salgo y me fijo qué pasa?

—No, me acuesto, son miedos infundados. —Nadie saltaría tremenda reja por una garrafa, no tiene sentido, piensa, sin embargo, presa de congoja

Se tapa pero poco dura en la cama, algo le repiqueteaba en la cabeza, tiene que asegurarse que todo es una horrible y tonta confusión. Vuelve a salir, así como está, en remerón y descalza, y efectivamente hay una sola garrafa, la de repuesto y un caño de goma cortado  evidencia el robo. Sigue sin poder creer. La reja alta, la garrafa de repuesto (más fácil para llevarla) está ahí. —¿Por qué no llevarse esa, que la tienen más a mano? —¿Hay necesidad de romper la instalación?, un daño innecesario. Entra como puede el repuesto a la cocina, aturdida por los sucesos que todos anunciaban y ella se resistía a creer, —son prejuicios malintencionados. —los negros no son de mierda, son personas sin chance, se repite como letanía.

—Pero, nos dejaron sin gas mami, no solo se llevaron la garrafa sino que rompieron la instalación al arrancarla  a la fuerza. —Mañana, ¿cómo me cocino para ir a la escuela? se atrevió a plantear la niña, despabilada por el ruido, que había despertado a toda la familia.

—No tienen las posibilidades que tenemos muchos de nosotros.

—Pero, ¿ por qué arrebatar de ese modo, a la fuerza, rompiendo, lastimando incluso? Nosotros que tenemos que ver ??

Baja la cabeza, en completo silencio. No puede responder a la pregunta que le formula su hija, la menor, que piensa en las consecuencias concretas que el ilícito le provoca.

Un pensamiento se instala íntimamente, a partir de la queja de la niña —¿qué tengo que ver yo con la injusticia social, con los gobiernos poco equitativos en la distribución de las riquezas, si yo cumplo mi horario de trabajo, voy y hago lo que tengo que hacer? —Apenas tengo trabajo y con esfuerzo inaudito llego a fin de mes. —¿Qué le digo a mi hija cuando se quiera bañar? —Que espere unos días hasta que cobre el sueldo y pueda reponer la instalación rota. —Que piense en que al menos tenemos una casa propia gracias al Procrear, pero se me acaban las palabras, no sé cómo procesar estos hechos. —Sigo creyendo que no tengo la culpa del hambre de la gente, los que toman las decisiones que nos afectan a todos y a los que menos tienen más aún están a buen resguardo, con seguridad privada. En definitiva, ser carne de cañón, estar al alcance del manotazo certero del robo hormiga, termina convirtiéndonos en víctima de víctimas.

—Piensa en Casa tomada, alguien extraño había ingresado a la casa aprovechando la oscuridad de la noche. —La agita una fuerte contradicción. ¿Cómo seguirán las rutinas de esas vidas alteradas por el siniestro? Junto con las maderas caídas que sostenían la instalación ultrajada, se diluyen las buenas intenciones que le enorgullece declamar a veces.  Ellos siguen allí, esperando un descuido, una oportunidad. Una sombra en la oscuridad de la noche, un destello parco y fugaz, un minúsculo punto en el escenario de la sociedad que duerme, bajo siete llaves y con un solo ojo, presa de temores nuevos y viejos, dispuesta a todo, dispuestos a todo.

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