CLIMA HOSTIL




Un montón de cuerpos se reúnen en la parada de colectivos. Tienen formas diferentes: los hay toscos, fornidos, con sobrepeso, deformes, ajados, arrugados, mal nutridos, sucios, despeinados, ansiosos, agotados. Ninguna mirada es alegre, ningún cuerpo es feliz. En un fugaz intento de reflexión, me aborda una pregunta ¿cómo simplificar la vivencia de una situación adversa? ¿cómo afrontarla sin desfallecer? Una sensación de fragilidad insoportable sobreviene y me aplasta. La falta de aire se hace sentir con crudeza, empeora el panorama el clima atípico que azota con su ventarrón la cara, los ojos, los oídos. Siento frío, pero más aún percibo el nerviosismo por la inclemencia de una tormenta inesperada que se armó de repente y no se sabe cuánto puede durar. No llueve, ojalá. De ese modo se aplacarían los remolinos de tierra y hojas que se empecinan en golpear el cuerpo y pegarse a él. En ese estado no se puede pensar, sólo se busca pasar el momento lo mejor posible, esperar, resguardarse si hubiera dónde. Recuerdo otros momentos de furia creciente donde la naturaleza despojada, arremetiendo con fuerza sobre los árboles, los techos de las casas, los animales que deambulan por la ciudad, las personas que insisten en salir a hacer mandados cuando la prudencia indicaría que es preferible quedarse dentro, acepta un protagonismo indiscutible. De algún modo, parece ser una forma de resistencia esto de arrojarse a las calles turbulentas en ese mar de tempestad que arrastra todo a su paso, no hay forma lógica de explicar el fenómeno. A pesar de la conducta temeraria de muchos, el siniestro clima recrudece los latigazos gélidos sobre la tupida arboleda, desgajando ramas enteras que van a parar a la calle, obstruyendo el paso. Parece un tsunami, vocifera una mujer que a duras penas puede sostener en su sitio el sombrero que sacó a relucir cuando aún había sol y la tormenta se guardaba -sutil- al interior del calor sofocante del mal tiempo previo. No sabe qué hacer, se detiene, mira azorada hacia el cielo infinito convertido en un gran volcán que emana desperdicios de todo tipo, en un baile desenfrenado y caótico. Se decide a continuar su marcha, tambaleante, convencida tal vez de que cualquier intento de avanzar es mejor que quedarse varada allí, en esa intemperie furibunda y sin contemplaciones. ¿Por qué habrá salido con semejante día, si suficientes problemas la misma cotidianidad arrastra para, sobre llovido mojado, exponerse a nuevas turbulencias? Hace frío ahora, hasta hace sólo un momento el tufo era insoportable, la tormenta era inminente y un ambiente de húmeda pesadez se cernía sobre las cabezas de todos. La sensación de haber pasado de una estación a otra, de forma abrupta y estrepitosa, del estío al frío polar, en cuestión de segundos se impone como una enorme manta  que cubre la extensa superficie destinada a ello. No queda mucho por hacer o un universo de posibilidades, aunque depende de qué perspectiva lo mires. Habrá que resistir, ver qué pasa, de que modo se resuelve la cosa. Esperar no ha sido mí virtud, así que no sé cómo haré esto. No digo nada y digo todo, así conjuro a la desgracia que me persigue como un fatal carcelero a un prófugo peligroso. Habrá que ver, pero no hoy que me siento más triste que nunca y es mucho decir. La verdad es que la tristeza es una compañía casi permanente, a veces hasta me olvido que está a mí lado, me susurra al oído, me inspira pensamientos. Por suerte no está detrás, cómo lo estaría el carcelero, sino a mí diestra, cómo una amiga inseparable. Tal así que a veces, de tan habituada a ella, río y hasta parece que estoy contenta. Ella me mira socarrona, me deja hacer esa payasada de fingir que no está y jugar  a ser hilarante, pero no por mucho tiempo. Cuando ve que estoy contenta en serio me clava su mirada gélida y, en un pestañear me rescata de la incipiente felicidad que me estaba por raptar. Solo una mirada basta, ni siquiera abre la boca ni mueve un dedo, solo me mira y yo ya se que se terminó la fiesta, el buen ánimo, el canturrear tranquilo, pausado. Parece que ambas me disputan, pero la tristeza siempre gana, con esos ojos fríos e inexpresivos, que alterna con la aparente quietud que la caracteriza.

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