TRAGAR LA ANGUSTIA

    





        Lía trató de no preocuparse por el dolor repentino que se instaló en su garganta, otras veces había tenido molestias similares, aunque más leves. De algún modo, se había acostumbrado a sentir  todas las preocupaciones de su ajetreada existencia concentradas en ese sector de su anatomía. Por más que el tiempo transcurrido y las sucesivas consultas con especialistas -más la consecuente ristra de estudios complementarios a los que se había sometido- le habían demostrado que no había patología allí, cada vez que ese dolor invasivo, tenaz y punzante volvía, en un loop interminable, con él sobrevenían nuevas oleadas de angustia que parecían renovarse y ampliar sus orillas. Una vez más debía lidiar con la cara de fastidio del médico  que ni siquiera le sostenía la mirada, hastiado. Otra vez soportar las molestas preguntas de su madre, que repetía el mismo reclamo siempre. Las últimas veces que  había consultado con el médico se había sentido  culposa de  acudir con el mismo síntoma y volverse con las manos vacías pero repleta de desazón, incomprensión, angustia. Tal vez el desgano de padecer en soledad una dolencia que parecía nimia para el facultativo pero tremendamente frustrante para ella, la habían hecho ralear las últimas visitas al sanatorio donde solía ir; huir de los lugares que le dolían había sido siempre su estrategia. En ocasiones, había cancelado  compromisos y evitado el encuentro  con algunos que parecían incrementar sus molestias de forma que no comprendía; como un animal asustado, sólo atinaba a buscar refugio, replegándose. Había logrado darse cuenta que al hablar con ciertas personas y toparse con preguntas del estilo de "cómo anda ese problema tuyo" y "hace tiempo que estás con eso, ya" sentía una abrupta tensión en su cuello, que se extendía hacia la mandíbula como una mancha de tinta que corre, desenfrenada, hasta que algo detiene su alocada carrera, perdiendo el apetito con recurrencia preocupante. No, no era una pavada, algo pasajero, ya que siempre regresaba y la encontraba en peores condiciones, más cansada, enflaquecida, con menos fuerza para resistir sus embates. A medida que el tiempo transcurría, el agotamiento se reflejaba, palmario, en su  rostro marchito, hacía estragos en su estado de ánimo, golpeaba sus mejillas cada noche, empañaba sus ojos de lágrimas. Ella toda había perdido el brillo que la caracterizaba, incluso dejando el canto, su último bastión. La música había sido su herramienta primordial de sostén y terapia en los momentos difíciles de su primera juventud; sin ella no habría sobrevivido. Las respuestas evasivas con las que intentaba defenderse de la incomprensión ajena  ya no le alcanzaban para evitar la mirada de lástima de las personas; era evidente que compadecían su desgracia y seguían su camino de prisa, sin detenerse a oír los gestos que denunciaban el cansancio extremo, el cuerpo consumido, la tristeza infinita. 

    Se abandonó sobre una piedra saliente de la orilla, mirando las olas romperse a sus pies, furiosas, regresando luego a formar parte de la inmensidad de las aguas turbulentas, espumosas, sin horizonte. Ese mar embravecido, imponente, había logrado transmitirle su secreto. No estaría sola nunca mas.


Relato escrito en el marco de las II Jornadas interdisciplinarias de Literatura y Medicina, Mar del Plata, diciembre de 2023.

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