UN DÍA CUALQUIERA

         



           Comenzar a escribir esta historia no es fácil. Atreverse a hablar implica un acto de valentía, por todo lo que el contexto conlleva. Sin embargo, ha de hacerse de una vez por todas. El punto de arranque de lo que preciso decir fue un día cualquiera -no se sabe al amanecer qué nos deparará una jornada, máxime apenas bajamos los pies de la cama en dirección al baño, nuestra primera obligada estación-. Oí que algunos siguen de largo e ignoran la necesaria toilette, allá ellos. Ha de considerarse en el ejercicio de este acto de libertad el perjuicio que le ocasiona a los demás evitar el decoro y higiene necesarios para convivir amablemente. Está claro que muchos subestiman y hasta ignoran a los seres con los que conviven el desagrado que les puede provocar su pestilencia. Allá ellos también. Señora, tome asiento. Gracias querida, muy atenta. Por favor, faltaba más. Vio usted como está lleno el colectivo y nadie se dignó reparar en su bastón para cederle su asiento. La mujer asiente y sonríe. No entendió lo que le dije o no le importó, lo que ya estaba sentada y cómoda. Prefiero pensar que yo hablo bajito y hay mucho barullo en el transporte por eso no continuó mi comentario e inmersa en tales pensamientos estoy cuando la susodicha me propina un codazo tremendo y desmedido respecto de la fuerza que uno le asignaría a su evidente vejez. Hasta recién se tambaleaba luchando por sostenerse como podía y ahora este despliegue de fuerza muscular que me arrebata un grito de dolor en la boca del estómago. Ay te pegué querida, qué bárbaro, disculpame. La miro con dureza, no comprendo qué sucede ni por qué actúa así la dulce viejecita. Pero estás bien querida, ¿verdad? No fue para tanto seguro, uds los jóvenes no sienten nada, se recuperan rápido, mientras que a mi edad nos duele hasta estar sentados. Sigo muda de la rabia y la impotencia ante el desparpajo de la anciana que no cesa en su monólogo irónico. ¿A ud. le parece....? intento preguntar, azorada aún por lo acontecido, pero la viejecita da vuelta la cara hacia la ventanilla, con mirada embelesada. Quiero gritarle algo, me siento impotente ante su indiferencia a mi dolor punzante que late por la rabia que ha inundado mis mejillas. Señora, Señora, intento, pero no mira ni oye, solo disfruta su asiento y la vista de la ciudad que se le ofrece por la ventanilla. Es entonces que, en un arrebato, me veo impulsada a accionar sin reparar en ese instante en las consecuencias de mis actos. Fuera de quicio, cometo la imprudencia que más caro me costaría por lejos. Ahora soy yo la que no ve ni oye cuando las personas del colectivo quieren sujetarme. He desplegado también una fuerza desmedida para mi peso pluma y escaso entrenamiento físico, que ninguno de los pasajeros puede contener. Un remolino de brazos y manos se suceden y alternan entre las frenadas del chofer y los gritos de algunos, que no se atreven a poner el cuerpo pero se expresan  a viva voz. La viejecita no para de reír sarcásticamente ante la escena que la tiene como protagonista, como si el  disfrute inmenso que le provoca el caos que incitó se asemejara a un espectáculo de primer nivel que uno pagó por ver en primera fila. Nada la saca de su ensimismamiento y eso empeora mi furia, ningún grito la espanta, ninguna palabra la mueve de su sitio, incluso bate palmas emocionada, como un niño cuando le dan lo que pretende. Señora, Señora, vea lo que provocó. Ríe, ríe, cada vez con más ganas, como en un espasmo incontrolable, en el clímax de una escena bizarra.

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