DE PERMISOS Y OTRAS YERBAS


  Juega a que no ve, ignora lo que pasa. Si lo viera, debería hacer algo y está claro que no quiere o no puede. Es mucho compromiso, tal vez prefiere seguir su vida sin complicaciones innecesarias, sin mirar al costado. Demasiados problemas tiene para hacerse cargo de dramas ajenos. Con qué necesidad.

    En mis pensamientos no te veo ni escucho,  mas bien tu quejido se oye como un ruido lejano, disuelto entre el bullicio de la calle y el tráfico de los autos. Casi no se de vos, ni quiero enterarme demasiado. Te llamo porque hay que hacerlo, se supone que madre e hija deben comunicarse, qué dirían los demás si no lo hiciera. ¿Quiero realmente decirte algo, contarte lo que me pasa? Te he dicho a veces que no tengo con quien hablar, que sólo lo hago con vos, pero no es cierto. Es difícil ser tan tajante y bastante inverosímil por cierto. Las palabras se las lleva el viento, después nadie sabrá lo que dije ni me pedirá cuentas, nadie se acordará de las promesas y decires y todo lo dicho quedará impune. 

En un abrir y cerrar de ojos, miro hacia abajo en un impulso certero. Me decidí a partir. Mis zapatos son viejos y me avergüenzan, sin embargo los sigo usando a diario por la comodidad de estar plantada sobre dos puntos conocidos y amansados de tanto caminar en ellos. Tengo otro calzado que podría usar, pero prefiero estos viejos y rotosos mocasines marrones. La reminiscencia al color que fue, el origen, me trae cierta nostalgia aunque no recuerde bien esa tonalidad. Las arrugas y surcos han hecho mella en el material y se perciben despintados de forma heterogénea. El aspecto general no es bueno, la falta de color los hace ver sucios, aunque no lo estén. Con una buena mano de betún quedarían mucho mejor, pero no me da bien ocuparme de esos detalles. Me bastan que estén a mano cuando salgo de mi casa a tomar el colectivo. Son cómodos, no me hacen doler, ni me doy cuenta que tengo algo puesto en los pies y eso es suficiente para mí. Capaz que insistir en usar ese calzado ancestral, signifique que me cuesta desprenderme de algunos hábitos mal arraigados. Qué pesar se siente al recorrer lugares áridos, aunque el calzado sea blando  y cómodo. Habrá que probar quitarse ese accesorio incrustado en las raíces y palpar el suelo frío y duro con mis plantas, a ver qué se siente, si es posible conectar con esa sensación de pertenencia que nunca sentí y temo no poder alcanzar. Esos miedos que me amordazan el cuello y se llevan mi voz lejos, a la ultratumba de los días, a esos momentos de la infancia desperdigados en la memoria enhiesta de mi ser. No puedo asir esas pseudo verdades, ni sé si lo son o se trata de recuerdos construidos a partir del vacío y la incertidumbre. Recovecos rellenos con lo que se pudo echar mano, resquicios oscuros y fríos que había que completar de algún modo. ¿Me quisiste? Por momentos dudo, pero la mayoría de las veces sentí que no, que jamás alcanzaba tus expectativas, que te disgustaba mi forma de ser y mis decisiones que, en tus palabras, jamás tomarías. Esa distancia entre las cosas que declarabas jamás querer hacer, bajo ningún concepto, es lo que hoy sella nuestra despedida. Jamás adoptarías un animal desvalido y callejero. Jamás te apiadarías de un hombre, mujer o niño  maloliente y descalzo que te pide una moneda para un desayuno caliente. Jamás viajarías kilómetros para acompañar a un amigo en problemas. Jamás cuidarías hijos ajenos de personas que necesitan una mano. Jamás te subirías al auto de un desconocido que alguien te recomendó para llegar a un lugar al cual es importante ir por alguna razón que late en tu corazón. Jamás emprenderías un viaje o tarea sin la seguridad o el dinero necesarios. Jamás arriesgarías lo seguro  ni la tranquilidad de estar bien guardada en tu casa. Jamás abrazarías con infinita paciencia a uno de tus hijos dolido por una traición o víctima del maltrato de otros sin emitir un juicio o reclamar luego. Jamás bailarías frenéticamente bajo la lluvia, descalza. Jamás arriesgarías por amor ni gritarías con todas tus fuerzas ante una injusticia. Jamás acompañarías a nadie, ni a tu propia hija, a denunciar en la comisaría un acto de violencia por ella padecido. Ese abismo que nos separa, es lo que hace esta relación que intentamos mantener casi un sinsentido. ¿Para qué esforzarse tanto? Quién nos obliga si vos estás muy bien como estás, cómoda y tranquila, con todo asegurado y tu rutina bien organizada. Te dejo en paz, me voy yo para facilitarte este paso que tal vez debimos haber hecho antes. Gracias y hasta siempre.

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